domingo, 22 de junio de 2025

Mi eterno vacío habitable

¿Cómo se llena un vacío cuando lo que falta es lo que abarcaba todo? en esa enorme grieta entre lo que era y lo que queda, siempre buscamos con quien empatizar. El arte, con su enorme capacidad de hacer visible lo intangible, se ha convertido en uno de esos refugios que acunan lo más complejo de explicar, darle un espacio visiblemente físico y darnos a entender que cada obra es un ensayo material sobre la ausencia, una hipótesis sensible que nos permite rozar con la vista aquello que ya no está. 
Estos escritos intentan no nacer desde una vivencia puntual o personal, sin embargo, debo aceptar que sí es la emoción personal la que lo impulse, pero no para clausurar una herida sino para convivir con un borde, un límite. Y, acaso, descubrir que el duelo también es una forma de permanecer y subsistir más allá de la existencia misma de la carnalidad. 
En Ser y tiempo (1927), de Heidegger se describe el Dasein como un ser arrojado hacia su propia finitud. El descubrimiento de la nada no es una cuestión metafísica, sino un estado existencial que abre la posibilidad de comprender el ser en su totalidad. La angustia, ese estado en el que "nada nos llama, sin embargo, todo se extraña", revela la nada como horizonte de comprensión del ser. No se trata de una negación absoluta, sino de un fondo de posibilidad: el ente sólo puede mostrarse porque algo se retira. Para el filósofo, cuando una obra se sustrae de la representación y deja un huevo -un espacio vacío, una ventana negra- no niega el mundo: lo alumbra en lo negativo. También, aborda aún más esta idea en ¿Qué es la metafísica? (1929), vinculando la experiencia de la nada con un sentimiento de angustia, un "estar-suspendido" que expone a la nada como trasfondo constitutivo del ente. insiste: la nada opera como acontecimiento que desarma nuestras inseguridades y nos abre una experiencia originaria del mundo (Heidegger 1929, 18). En ideas estéticas, esto sugiere que toda obra significativa dibuja un claro donde auqello que falta genera el espacio de aparición. La ausencia, entonces, no es merma sino condición de visibilidad. Recordémoslo: cada vacío en la materia pictórica, cada silencio en la música, cada pausa en el verso, todo esto, es también una apertura. 
Si Heidegger instala la idea de la nada como trasfondo ontológico, Jacques Derrida radicaliza la idea al afirmar que toda presencia está estructuralmente habitada por una ausencia diferida. En De la grammatologie (1967), introduce la huella (trace) y la différance: el sentido nunca se da de una sola vez, siempre llega aplazado, contaminado por lo que ya no está (Derrida 1967, 70-73). Décadas más tarde, en Spectres de Marx (1993), Derrida acuña el término hauntología para nombrar la persistencia fantasmal de lo que la modernidad creía superado. Todo texto, toda imagen. todo cuerpo resulta entonces "poseído" por espectros pasados y futuros. El duelo -dice- es interminable porque la muerte nunca marca un corte limpio; inaugura una relación nueva, mediada por signos, recuerdos e invocaciones. 
Para la experiencia artística, esto significa que cada obra es archivo de ausencias: un tejido de voces que resuenan sin cuerpo. Ver, leer o escuchar es aceptar la convivencia con lo que ya no puede estar presente salvo como una idea insistente. Cuando Kazimir Malevich expone por primera vez el Cuadrado negro en Petrogrado (1915), lo ubica en la esquina alta, lugar reservado al icono ortodoxo. Aunque suene contradictorio, el gesto no busca ridiculizar la tradición religiosa sino señalar un nuevo tipo de sacralidad: la del vacío lleno de potencialidad. Al anular la figura y el fondo, Malevich presenta lo que él mismo llama "el cero de la pintura", un umbral donde la representación queda suspendida. 
Ese negro denso provoca simultáneamente la experiencia de un abismo y una superficie generadora de sentido: el espectador, enfrentando a la supresión de toda referencia, se ve obligado a imaginar. Como apunta Rancière (2003, 89-90), el suprematismo no destrona la imagen; la traslada al dominio de lo indeterminado, mostrándonos que la presencia sensible puede brotar allí donde la forma desaparece. 
Maurizio Cattelan, aunque suene poco académico, siempre fue de mis escultores favoritos porque trabaja sobre el filo entre el sarcasmo y la compasión. En La Nona Ora (1999), el papa abatido por un meteorito simboliza la caída de lo sagrado en pleno fin de siglo. mas tarde, en la instalación All (2011), dispone nueve cuerpos cubiertos por sudarios de mármol, como instantáneas congeladas en el momento posterior a la muerte. 
El mármol -material de eternidad- contrasta con la fragilidad de la carne insinuada bajo las telas. Aquí, la ausencia opera de dos maneras: falta el rostro (nunca vemos los cuerpos)  y la falta de tiempo (todo está detenido). El espectador se asoma a un umbral donde la vida se ha visto interrumpida y solo persiste como monumento al tránsito. En palabras de Coccia (2015, 121), Cattelan "fabricó un dispositivo de silencio" que obliga a habitar la detención, a convivir con la imagen de lo irreparable. 
Llegando a Salvatore Garau, quien llevó por completo la desmaterialización al extremo con Io Sono (2021), registrada ante notario como una escultura "inmaterial" y con un contrato que exige un espacio libre de 150x150 cm, preferentemente iluminado y, una etiqueta de pared que indique título y autor. Nada más, solo aquello. No nos encontramos con pedestal, volumen ni pigmento; la obra se activa únicamente cuando alguien acepta que ese aire está cargado de intención. 
En su manifiesto, Garau escribe que la pieza "vive allí donde el pensamiento la sostiene", con ello desplaza la autoría hacia el público espectador deviene co-escultor, porque su imaginación aporta la densidad que la materia ha perdido. La obra así entendida recuerda el "Aire de París" de Duchamp (1919) y la Exposition du Vide de Yves Klein (1958), pero introduce una diferencia importante: el vacío no es sólo provocación, sino dispositivo relacional. Cada cuerpo que rodea la zona marcada define provisoriamente su perímetro; incluso la respiración modifica la presión del aire escultórico. De este modo, la escultura como acontecimiento colectivo y efímero, rehecha a cada visita. 
Garau obliga, además, a replanteearnos la economía simbólica del arte: si lo invisible puede ser transado, el valor ya no reside en el objeto sino en la red de adhesiones -institutciones, contratos, espectadores- que lo mantienen "presente".
Al final, estos autores, la conjunción de Heidegger, Derrida, Malevich, Cattelan y Garau revela tres ideas comunes: Primero que nada, Malevich reduce la forma a un cuadrado sin figura; Cattelan esculpe la caída del tiempo bajo la tela; Garau delimita el aire. Todos recortan un borde que hace visible aquello que la materia se guarda. Por otra parte, la angustia heideggeriana o el espectro derridiano introducen un presente extendido: ni pasado cerrado ni futuro consumado. Las obras detienen el reloj para que comience una especie de duelo. Por último, el espectador no es un "mirón externo": al cruzar el umbral negro de Malevich, al rodear la cinta de Garau, convierte su propio cuerpo en medida de la distancia con la ausencia. El arte así entendido no representa nada; genera un sitio de experiencia donde la pérdida se corporeiza sin volverse objeto. 
Estas convergencias hablan de que la nada no es un vacío negativo, sino materia prima de vínculos: una espacio de copresencia entre vivos y ausentes. 
Byung-Chul Han habla de que la muerte habla de la vida desde otra gramática. La traduce a otra gramática, esa traducción requiere ritos, imágenes, silencios. El arte asume la tarea de ofrecer formas como puestes: superficies de aire donde el recuerdo pueda apoyarse sin desvanecerse.  
Imaginar a una persona querida dentro del perímetro vacío de Garau, o sentir su aliento de infancia cuando contemplamos el negro tautológico de Malevich, es aceptar que la materia no agota lo real. 
El dolor de la pérdida persiste, pero ya no como una herida abierta: se vuelve un lugar de encuentro, una especie de territorio fronterizo donde lo que fue sigue agitando nuestra persona, nuestra identidad. 
Aceptar esa convivencia entre presencia y ausencia es tal vez la lección final: allí donde termina el cuerpo, comienza la obra viva del recuerdo y, mientras alguien sostenga esa obra, como espectador, como lector o como amante, la nada se torna forma, el duelo se torna diálogo y la cima humana revela su sima fértil de sentido. La desaparición en el duelo no acaba con el sentido, le da un inicio. 
La ausencia actúa, no es pasiva ni silenciosa: está como tensión, como fuerza que reconfigura la percepción. Esta lógica tiene resonancia directa con el proceso de duelo. Perder a un ser querido expone un vacío que no se puede llenar, pero tampoco se puede ignorar: persiste como idea, recrea hábitos, lugares y palabras. la persona amada ya no es materia presente, pero  su huella modela la vida de quien la recuerda.
Cuando un cuerpo se va, su contorno permanece en las costumbres que dejó, en los objetos que tocó, en la manera en que su nombre resuena en la memoria de quien la recuerda. El arte, al esquematizar la nada -un cuadrado negro, un mármol cubierto, un aire demarcado- nos recuerda que toda ausencia es también presencia: un espacio fértil donde los vivos renegociamos la relación con lo que ya no podemos tocar. 
Ese reconocimiento no elimina el dolor, pero sucede algo interesante; lo vuelve habitable. Sostener la idea del ser querido -aunque ya no sea cuerpo- es aceptar que la memoria es una forma de materia: intangible pero densa; invisible pero eficaz. Allí, entre el peso de la huella y la levedad del vacío, el amor persiste. Donde no estás, también estás, porque yo te llevaré conmigo, a donde quiera que vaya. 


miércoles, 18 de junio de 2025

Por qué no milito, pero pienso.

 Me acusan de tibia. Dicen que no tomar partido es una forma de indiferencia, de cobardía incluso. Que si no milito por una causa, entonces todo me da igual. Pero no es verdad. No me da igual el mundo; me atraviesa, me abruma y me duele. Es precisamente por eso que no puedo encerrarme en un solo bando, porque los bordes son porosos y las verdades, demasiado complejas para caber en una bandera.

No milito, es verdad. Pero pienso. Y pensar, hoy, es un acto más profundo y radical que cualquier grito.

Pensar implica no repetirse, no obedecer. No ceder al confort de las consignas, ni a la ceguera  por ideologías que, con el tiempo, se endurecen y se olvidan de lo humano. Pensar implica traicionar incluso lo que creíamos el día de ayer. Cambiar de opinión sin perder la coherencia ética. Dudar.

En cambio, militar —cuando se vuelve doctrina— muchas veces anestesia. Nos da enemigos claros, respuestas automáticas, sentido de pertenencia, pero también nos roba el temblor. Por eso digo que la izquierda y la derecha ya no piensan: gestionan ideas heredadas, implantadas en esa guerra de relatos en que cualquiera que no elija se vuelve sospechoso. Como si la neutralidad no fuera, a veces, una forma de resistencia.

Para mí, la verdadera tibieza está en quienes eligen bando y se refugian en él.

Porque yo tengo a todos en contra.

A la derecha, por cuestionar el privilegio, la desigualdad, el mercado como dios. A la izquierda, por no romantizar el caos y no justificar la brutalidad en nombre de utopías oxidadas.

Yo no soy neutral porque estoy sola. Y, desde esa soledad escribo, pienso, resisto. Busco lo bueno en donde nadie mira. Me atrevo a decir que la belleza es tan política como un panfleto, y que el arte es más revolucionario que muchas marchas sin alma porque la estética —cuando no es decorativa— incomoda, quiebra discursos. Nos recuerda que el mundo no es sólo una máquina, sino un misterio.

Vivimos en una época con pocos intelectuales verdaderos —y los que hay son de izquierda—. No porque falten personas inteligentes, sino porque falta coraje.

El intelectual no es el que sabe mucho, sino el que incomoda. El que piensa por cuenta propia, aún cuando eso lo deje sin aliados. El que no se arrodilla ante lo políticamente correcto ni ante lo moralmente conveniente. El que se permite empatizar con quien no comparte su ideología, y criticar a quien sí la comparte. El que elige la complejidad, sabiendo que eso significa quedar afuera de todo.

Hoy, en cambio, sobran expertos y faltan pensadores. Sobran influencers de la razón y faltan almas lúcidas.

La derecha tiene economistas de plató, tecnócratas del miedo, gerentes de ideología y la izquierda, muchas veces, ha perdido la imaginación. Ya no escribe manifiestos; hace hilos de Twitter.

Los intelectuales verdaderos no nacen del privilegio, sino de la incomodidad. No obedecen al poder, pero tampoco a la moda de ir contra él. Habitan un lugar sin aplausos: el del temblor.

Por eso no milito. Porque no quiero servir a ninguna causa que me impida pensar por mí misma. Porque prefiero la duda sincera a la certeza fanática. Porque ya no me importa parecer tibia, si eso me permite ser honesta. Pensar es resistir. Y pensar desde la belleza, aunque no cambie el mundo, puede recordarnos que aún somos capaces de sentirlo.

Aunque tal vez y solo tal vez, detrás de toda esta máscara de escritos pseudointelectuales, sólo se esconda una niña gritándole al mundo "a mí nadie me dirá lo que tengo o no tengo que hacer".




Bibliografía 


Arendt, Hannah. 2003. Entre el pasado y el futuro. Madrid: Taurus.

Bauman, Zygmunt. 2003. Modernidad líquida. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Camus, Albert. 2009. El hombre rebelde. Madrid: Alianza. (Obra original publicada en 1951).

Foucault, Michel. 1992. Microfísica del poder. 2.ª ed. Madrid: Ediciones de La Piqueta.

Said, Edward W. 1996. Representaciones del intelectual. Barcelona: Debate.

viernes, 4 de abril de 2025

Diana Surprise



 Jules Joseph Lefebvre 
"Diane surprise (Diana sorprendida)"
1879 
Óleo sobre tela 
279 x 371,5 cm. - Marco: 280 x 372,1 x 2 x 0,5 cm.
Inv. 2730 

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El autor de la obra es Jules Lefebvre (1836-1911), pintor oriundo de Tournan, Francia. Con una maravillosa trayectoria como artista, fue uno de los mayores exponentes del academicismo francés y ganador del primer premio en el Salón de París en 1878. 

La pintura que vemos es la Diana Sorprendida. Diana, hija de Leto y Zeus, siempre está representada con una medialuna en la frente. Es la diosa de la pureza, la castidad y los animales. Lo interesante de ella es que, desde su nacimiento, demostró ser vivaz, inteligente y poseedora de una gran claridad mental. Asistió al parto de su gemelo Apolo y, al ver el dolor físico que conlleva dar a luz, la madre de todos los siervos le pide a Zeus conservar la virginidad durante la eternidad.

En la pintura, se encuentra tomando un baño con sus ninfas. Esta excusa siempre es leitmotiv de la desnudez en la cultura clásica, porque ¿qué otra cosa estaría haciendo desnuda si no es bañándose? ¿Hay otra cosa para hacer? Por supuesto que no, solo bañarse. Entonces, el motivo era el baño, el problema es que quien descubre desnuda a Diana es condenado a muerte.

En la Metamorfosis de Ovidio, Acteón ve a Diana en lo que pareciera ser el momento previo a tomar una ducha. Aunque las ninfas corren a cubrirla para conservar su pureza, el cazador, encandilado por su belleza, se niega a apartar la mirada. Como castigo divino, los sabuesos se lo devoran vivo. Lo interesante de esta obra es que nos muestra un momento de extremo devocionismo: todas las ninfas corren a cubrir a Diana sin importar incluso su propia desnudez. Mientras tanto, la diosa de la pureza, con el ceño fruncido, dirige la mirada hacia fuera, porque un intruso ha irrumpido en su mundo sagrado. Él no pertenece a la esfera divina que las ninfas y la diosa representan, por lo que han de reprenderle de alguna manera.

Si miramos compositivamente el cuadro, notaremos la presencia del triángulo rafaeliano, estructura clásica que sostiene una base estable, recurso compositivo muy usado en el Renacimiento. Organizan las figuras con una geometría equilibrada, traen armonía y solidez. Rafael, siempre con los pies sobre la tierra, usaba esta disposición para dar orden y claridad.

Si observamos el cuerpo de las ninfas, nos daremos cuenta de que son expresiones corpóreas de niñas que parecieran estar en un pasaje intermedio entre la niñez y la madurez del cuerpo femenino. No hay exuberancia en la descripción de los pechos, apenas se visualiza vello púbico; todo está suavemente atenuado, lo que refuerza la pureza e inocencia dentro de la escena.

Estilizar el cuerpo femenino de esta manera era un recurso muy utilizado en el academicismo francés porque la idealización de la figura femenina prevalecía sobre el realismo anatómico. La textura marmolada de las pieles y la iluminación difusa crean una esencia más etérea, casi escultórica, que enfatiza en la naturaleza inalcanzable de las figuras divinas. Por otra parte, la carnación no es a la manera de Rembrandt, naturalista, sino que pareciera ser previa a, como si quisiera recuperar la carnación del Renacimiento, donde vemos un claroscuro sin apelar a una estructura más extrema entre luces y sombras. Sino más bien, hay una paleta más armoniosa. Directamente es un claroscuro de color piel, amarillo de Nápoles, generalmente llevado al negro, que contiene capas y capas de veladura. Ni siquiera hay una construcción en paleta del color, pero pareciera apelar a las ideas del Renacimiento, que son apolíneas, arquetípicas, no tan naturalistas. ¿Por qué? Porque la naturaleza es imperfecta; el arte sí es perfecto en ese sentido.

Mi eterno vacío habitable

¿Cómo se llena un vacío cuando lo que falta es lo que abarcaba todo? en esa enorme grieta entre lo que era y lo que queda, siempre buscamos ...